La verdadera riqueza. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el 28º domingo del tiempo ordinario
Cuentan que un hombre era tan pobre, que sólo tenía dinero. Si perdía su único bien, se quedaba sin nada. Las crisis económicas refrescan esta sencilla verdad. De repente nos damos cuenta de lo pobres que somos si fiamos todos nuestros valores a la volátil economía. Las crisis económicas son la envoltura de otra más profunda, que afecta a nuestra escala de valores, al sentido de la existencia. Salir de la crisis no puede significar sólo estabilizar la economía, sino también y, sobre todo, rehacer nuestras prioridades. Hay valores necesarios, que nos ayudan a sobrevivir: los medios de subsistencia; y hay valores esenciales que nos permiten vivir con sentido y nos salvan.
¿En qué consiste la verdadera riqueza? ¿Qué bienes hacen que nuestra vida no se malogre? ¿Qué hemos de hacer para heredar la vida eterna? El joven rico es, ante todo, un joven, alguien que tiene la vida por delante y busca su vocación, es decir, una vida con sentido y plena. Su pregunta es esencial, pues nuestra vida se puede malograr. Ha elegido como interlocutor al Maestro bueno, que sabe e irradia bondad. La verdad que procede de Dios no es una idea abstracta, ni un conjunto de deberes desnudos, sino una verdad amable, cordial y amiga, encarnada en la persona de Jesús, con la que se puede dialogar y preguntar, buscar orientación y sentido. Gracias a la encarnación, las respuestas que podemos obtener en diálogo con Cristo no son estándar, producidas en serie para la masa anónima, sino que tienen el sello personal del que responde (Jesús) pero también del que pregunta (el joven rico, cada uno). Y así ha de ser también el magisterio de la Iglesia, que tiene que tratar de ser siempre una maestra buena al anunciar la verdad recibida de Dios. La bondad de ese magisterio debe reflejarse en el rostro amable los que transmiten el Evangelio: sacerdotes, religiosos, catequistas, seglares, todos los creyentes deberíamos tratar de ser el rostro bondadoso que traduce la verdad que salva. Lo que no está reñido con su carácter exigente, como vemos hoy.
Sin rechazar el título de maestro bueno, Jesús recuerda que la fuente de la bondad es la paternidad de Dios. Él no está lejos de nosotros, por eso le dice al joven que sabe ya la respuesta: los mandamientos. Por mucho que se insista en el relativismo, al final están las verdades del barquero, a las que se aferra hasta el más cínico y el más escéptico. Podemos discutir todas las normas, pero nadie quiere que le maten, le engañen, le roben, le difamen o que le mienten a sus padres… Y en ese “no querer” se esconde el deseo de ser respetado, reconocido y amado. En esto tan sencillo, se revelan verdades elementales sobre las que se levantan la vida humana y las relaciones sociales. Y lo que no queremos para nosotros no debemos hacérselo a los demás (cf. Tb 4, 15; Mt 7, 12). Mirándonos a nosotros mismos (“ya sabes…”) podemos entender con facilidad qué es lo que debemos hacer (“…los mandamientos”). Atenerse a ellos no será siempre tan fácil, pero ahí está la tarea de cada uno.
Lo primero es no hacer mal y hacer bien a los más próximos. Puesta la base mínima, es normal que nuestro corazón pida más. No estamos llamados sólo a no hacer esto o lo otro. Una ética basada sólo en prohibiciones nos resulta árida y estrecha. Estamos hechos para algo más. Pero no se debe despreciar este primer nivel. Por debajo de él nos hacemos malos. Y quien se esfuerza por cumplir el mínimo está ya reconociendo a Dios, lo sepa o no; y, lo que es más importante, cuando tratamos de hacer eso que “ya sabemos” Dios nos mira con los ojos de Jesús, nos mira con cariño, nos ama.
Ante la buena disposición del joven, Jesús lo invita a la entregar su vida a Dios y a los hermanos. Aquí cambia el tono: pasa del imperativo a la apelación a la libertad para ir más allá del deber, a la perfección del amor. Subraya primero la relatividad de los bienes materiales, que son sólo medios, pasajeros por definición. Ser rico sólo de tesoros, que la polilla y la herrumbre corroen, significa vivir en lo efímero, y así no se alcanza la vida eterna. Jesús invita al joven a adquirir una riqueza superior (cf. Mt 6, 20-21). Los necesarios medios materiales se gastan, lo queramos o no. Pero, podemos gastarlos sólo en nosotros mismos, de modo egoísta; o gastarlos en los demás, con generosidad, que es, además, una forma superior y perfecta de justicia.
Para salir de una crisis económica, y de esa otra que nos corroe el alma, tenemos que mirar a los pobres y compartir con ellos nuestras riquezas. Realmente, esto es lo que nos falta, no más bienes materiales, sino mayor generosidad, la capacidad de mirar más allá de nosotros y descubrir que, en la perspectiva de la paternidad de Dios, todos los seres humanos son familia nuestra y, por ello, honrar padre y madre significa extender nuestra mirada para descubrir en cada hombre a un hermano nuestro. En la época de la globalización crisis globales requieren respuestas globales, y superarlas significa incluir en los parámetros de la vida digna a todos los excluidos.
La invitación de Jesús está dirigida a todos, no sólo a los que han recibido la vocación de dejarlo todo. Todos estamos llamados a dar de nuestros bienes (materiales y no) a los pobres. Pero, por otro lado, en el caso del joven rico, Jesús sí que lo invita a un seguimiento radical. Las riquezas pecuniarias, los medios necesarios, por ser relativos, tienen que someterse a las riquezas que la polilla no corroe. Si no sucede así, se apoderan de nuestro corazón, se convierten en un obstáculo y en un peligro: los medios convertidos en fines nos esclavizan, nos alejan de la vida eterna y nos encierran en la relatividad de lo efímero. Es lo que Jesús constata con tristeza cuando el joven se marcha pesaroso, bajo el peso de sus riquezas.
La crisis de nuestro tiempo es en la Iglesia también crisis de vocaciones. A la luz del Evangelio la vemos como una crisis de generosidad. Si rehiciéramos el orden de prioridades en nuestro corazón sería posible superar también esta otra crisis.
Todos sentimos el vértigo de la entrega total. A eso suena el espanto de los discípulos ante la advertencia de Jesús por el peligro de las riquezas. Como dice Jesús, la salvación es cosa de Dios. Puede parecer que lo que nos exige es mucho, demasiado. Pero, si lo pensamos bien, en realidad no es tanto. Es Pedro el que cae en la cuenta: “¡Anda! Si resulta que nosotros ya estamos dejándolo todo para seguirte”. Y es que el seguimiento de Jesús no se inicia con el desgarro de la renuncia, sino por la fascinación ante el maestro bueno, que comunica palabras que dan vida y enriquecen por dentro y por fuera: nos sanan y nos abren a la humanidad entera, en la que descubrimos a la multitud de nuestros hermanos reales y potenciales. Se trata de un riqueza perdurable acompañada en esta vida de dificultades y persecuciones (las que experimentó Jesús, hasta la cruz), pero que nos encaminan (y él mismo es camino) a la vida eterna.