No está muerta, está dormida. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el domingo 13 del tiempo ordinario

Jesús, que nos invita una y otra vez a pasar a la otra orilla, a no quedarnos paralizados, a ponernos en camino, él mismo ha pasado a la otra orilla: de la orilla de Dios, plenitud de ser y de vida, a la orilla de nuestro mundo, en el que se encuentra con todos (la mucha gente a su alrededor), y con cada uno en persona, con sus problemas, penalidades y tristezas: con Jairo, angustiado por su hija, que está en las últimas.

He aquí una situación típica en la que cualquiera de nosotros podría reconocerse con facilidad: un familiar cercano enfermo y en grave peligro de muerte, y encima joven, un niño o una niña, con toda esa vida que debería tener por delante, amenazada de un prematuro final. La impotencia ante la muerte es una situación típica para acudir a Dios, pedirle la curación; y, en un caso como el del evangelio, casi exigírsela; porque, si para nosotros, los seres humanos, la muerte es siempre percibida como una injusticia que no debería suceder, tanto más si se trata de alguien que apenas ha podido estrenar su propia vida.

Jesús acoge y responde a la angustiada petición de Jairo, el hombre importante que, ante la enfermedad de su hija, nada puede hacer, más que suplicar. Sin embargo, este fragmento parece que está más hecho para suscitar interrogantes que para suspirar aliviados por su final feliz. En primer lugar, Jesús responde, pero no inmediatamente. Entre la petición de Jairo y la llegada a la casa se interpone el encuentro con la mujer hemorroísa, que le hace perder un tiempo precioso en un asunto que, al fin y al cabo, no parecía tan urgente, hasta el punto de que, entretanto, la niña enferma muere. Algo que también descubrimos, y muy enfáticamente, en el caso de la muerte de su amigo Lázaro (cf. Jn 11, 6) ¿No podía haber acudido Jesús inmediatamente y ahorrar así, en los dos casos, el amargo trance de la muerte? Con frecuencia podemos tener la impresión de que Dios está distraído y no atiende a nuestras súplicas angustiadas.

Pero hay más. Si Jesús tiene la capacidad de apiadarse y de salvarnos de la enfermedad y la muerte, ¿por qué lo hace sólo en unos pocos casos, mientras que parece ignorar olímpicamente muchísimos otros? En tiempos de Jesús las gentes, jóvenes y viejas, enfermaban y morían, como sucedía antes y ha sucedido después, y no parece que la actividad principal de Jesús haya sido dedicarse a salvar de los lazos de la muerte. Es muy posible que todos nosotros hayamos rezado en alguna ocasión con angustia, pidiendo por la vida o la salud de un ser querido o cercano, sin que, aparentemente, hayamos obtenido respuesta. La oración de petición por la vida amenazada de nuestros seres queridos es su forma más dramática, precisamente porque percibimos la muerte como el mal irremediable. Por fin, un último interrogante que, a una mirada puramente racional, suscita este milagro de Jesús es el de su carácter provisional: la hija de Jairo, igual que el hijo de la viuda de Naín (cf. Lc 7, 11-17) y su amigo Lázaro no fueron, estrictamente hablando, resucitados, sino devueltos a esta vida mortal, por lo que después de un tiempo, volvieron a morir.

Para entender el sentido de este milagro de Jesús, debemos tratar de descubrir, más allá del favor personal que recibió Jairo, el significado que tiene para todos nosotros, para nuestra comprensión de nuestra fe en Cristo y del modo de actuar de Dios en favor nuestro. Porque los milagros de Jesús hay que entenderlos, no, sobre todo, como favores personales que hace a unos, mientras se los deniega a otros (¿por qué a él sí y a mí no?, cabría siempre protestar), sino como signos salvíficos que nos dan a comprender quién es Jesús como Mesías y Salvador de todos. Si al calmar la tempestad, Jesús se ha mostrado como Señor sobre las fuerzas de la naturaleza (cf. Mc 4, 35-40); y en el encuentro con la hemorroísa, muestra su poder sobre la enfermedad (pero también sobre el pecado, pues esa enfermedad hacía a esa mujer impura), ahora se manifiesta como Señor de la vida y de la muerte, que tiene poder precisamente sobre lo que para nosotros se presenta con el cariz de lo irremediable.

Jesús manifiesta este poder en el caso de la hija de Jairo, que acaba de morir; en el del hijo de la viuda de Naín, que ya se dirige a la tumba; y en el de su amigo Lázaro, del que, tras varios días en el sepulcro, la muerte ya se ha enseñoreado, pues ya huele. Jesús se muestra en todos estos casos como el Dios amigo y creador de la vida, que ni ha hecho la muerte, ni goza destruyendo a los vivientes, como hermosamente nos recuerda el libro de la Sabiduría.

Ahora bien, si, por un lado, creemos y sentimos que hemos sido creados para la vida y no para la muerte, y que la muerte es fruto del mal y del pecado, una especie de no deber ser contra el que nos rebelamos y protestamos con razón, sabemos también que la muerte es una parte natural de la vida, que es ley de vida. Nos sentimos hechos para la vida, nos las ingeniamos de mil modos para vencerle la partida a la muerte, siquiera temporalmente, prolongando el tiempo de nuestra existencia, o procurando dejar de nosotros alguna “memoria” en forma de obras o descendencia… Pero, al mismo tiempo, comprendemos que una vida sin fin en las condiciones de este mundo concreto sería una carga insoportable, difícil de aceptar, además de que haría inviable la supervivencia de todos sobre la tierra. Por eso, a veces percibimos la muerte como una liberación y un alivio de las penas de este mundo: una forma de descansar en paz.

En este relato de la vuelta a la vida de la hija de Jairo debemos entender la acción de Jesús como un anticipo de su propia muerte y resurrección. Al pasar a nuestra orilla asumiendo la vida humana, su condición carnal, vulnerable y limitada, Jesús ha asumido también su mortalidad. La asume en su condición natural (biológica, inevitable); pero también carga sobre sí lo que tiene de consecuencia del pecado: su carácter injusto, fruto de la violencia, la mentira, los intereses bastardos, dispuestos a pasar incluso por encima de la vida inocente. En el primer sentido, Jesús ni se ahorra a sí mismo, ni nos ahorra a nosotros el tránsito necesario de la muerte. Ya vimos que, incluso aquellos a los que Jesús devolvió a la vida, tuvieron que volver a pasar por ella. Pero es en el segundo sentido: la muerte como negación radical de la vida, del Dios creador de la misma, del bien y la posibilidad de una vida plena, en el que Jesús actúa a favor de todos. Por su muerte y resurrección le ha arrebatado a esa muerte, que entró en el mundo por la envidia del diablo, su poder sobre nosotros. Es aquí donde hemos de escuchar las palabras de Jesús en todo su significado: “no está muerta, está dormida”. La muerte no es para el cristiano una destrucción, ni una disolución en la nada, sino un tránsito, una dormición: cerrar los ojos a este mundo para pasar por el fuego y el crisol de Cristo, en el que se consume todo lo inauténtico y efímero (la paja), y queda lo verdadero, auténtico y permanente (el oro) (cf. 1 Cor 3, 12-15). Nuestros seres queridos, los que murieron antes de tiempo y los que vivieron una larga vida, todos los que han muerto, para Dios no están muertos, sólo dormidos.

A algunos esto les da risa, lo consideran expresión de una ingenua esperanza, y nos exhortan a la pura resignación: no es posible pasar a la otra orilla. Pero la fe en Cristo, esa fe que salva a la mujer hemorroísa de la enfermedad y la impureza, y a la que se exhorta a Jairo para salvar a su hija de la muerte, significa la fe en un Dios que ama la vida, que no ha hecho la muerte (más que, en todo caso, como final biológico en esta vida y como tránsito a la vida plena), porque en esta vida hay dimensiones que traspasan las condiciones efímeras del espacio y el tiempo: la justicia es inmortal, nos recuerda la primera lectura, y también lo son la verdad, la honestidad, la generosidad, el amor… Incluso los que se ríen de la esperanza cristiana entienden que hay realidades y valores por los que merece la pena entregar la propia vida, aceptando, de este modo, confusamente, que hay “dimensiones superiores”, que dan plenitud a la vida, la ennoblecen y la salvan del envilecimiento, incluso cuando esto significa renunciar a la supervivencia física.

La vida eterna no es una mera vida sin fin, sino una vida plena, liberada de la amenaza del mal y de la muerte, una vida en comunión con Dios en Cristo (cf. Jn 17, 3). Y, puesto que Cristo se ha hecho hombre y vive con nosotros, podemos empezar ya en este mundo caduco a gozar de la vida eterna: una vida como la de Cristo basada en el amor, abierta a todos, a favor de todos, en la que, como el Dios Creador, no destruimos, ni gozamos destruyendo, sino que estamos al servicio de la vida, de la justicia, la generosidad, en especial con los que menos tienen, como nos exhorta hoy Pablo.

Ante la muerte humana, ante nuestros muertos, ante nuestra propia muerte Jesús afirma: no están muertos, están dormidos. Y luego añade “contigo hablo, levántate”; o, con otras palabras: “Despiértate, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz” (Ef 5, 14). Así es si participamos ya, por la Palabra, los Sacramentos y las buenas obras, en la muerte y resurrección de Jesucristo, si tratamos de seguirlo en esta vida, si procuramos vivir como Él nos ha enseñando. Está claro que para que la muerte sea sólo eso, una dormición que nos abre a la vida plena, en esta vida caduca tenemos que vivir en vela, tenemos que estar despiertos, tenemos que, como la hija de Jairo, ya al borde de la madurez, levantarnos y caminar. Cristo, que mandó que le dieran de comer, es para nosotros alimento para el camino.