La tempestad calmada. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el 12º domingo del tiempo ordinario

Si la semana pasada Jesús nos contaba parábolas contra el desánimo, en esta nos enseña a enfrentarnos con situaciones extremas. El desánimo, decíamos, es una enfermedad del alma, que se desinfla y se queda sin fuerzas, y siente la tentación de bajar los brazos y dejar de luchar. Pero hay situaciones que nos superan sin remedio, por más que luchemos y pongamos todo nuestro empeño y nuestra mejor voluntad, hasta el punto de amenazar, no ya sólo el sentido de nuestra existencia, sino esa existencia misma. Una tormenta en medio del mar es, tal vez, la imagen perfecta de esta situación. Los elementos se desatan, se produce una situación de caos absoluto, en el que perdemos por completo el control, y nos encontramos en peligro de muerte inminente. Y cuando las propias fuerzas fallan de este modo estrepitoso, sólo queda el recurso de pedir auxilio, en último término, de encomendarnos a Dios. Pero, precisamente entonces, no es raro chocarse con el silencio de Dios. Aquel que podría salvarnos parece estar ausente, o dormido, en todo caso, indiferente a lo desesperado de nuestro apuro.

Y la cosa se agrava si tenemos en cuenta que es precisamente él el que nos ha embarcado en esta singladura. Podríamos habernos quedado tranquilamente en nuestra orilla, en nuestras pequeñas y cotidianas preocupaciones, en nuestras seguridades, pero ha sido él quien nos ha dicho (incluso mandado) “vamos a la otra orilla”.

Frente a toda comprensión de la fe como acomodación o pasividad, continuamente nos encontramos con esta llamada a ponernos en pie y salir de nuestra orilla: de nuestras seguridades, de nuestros hábitos, de nuestros prejuicios. Así como Dios llamó a Abraham a salir de su tierra (Gn 12, 1), al pueblo de Israel, de la esclavitud de Egipto (cf. Ex 3, 7-8), a los discípulos a abandonar de sus redes (Mc 1, 16-18), también a nosotros nos invita a “pasar a la otra orilla”, a ir más allá, a no quedarnos parados, contentos (o descontentos) en nuestro pequeño mundo, nos llama a correr el riesgo de estar en camino, incluso afrontando peligros que pueden amenazarnos y hasta poner en peligro nuestra vida.

Lo que no podemos a veces entender es que quien nos ha embarcado en esta peligrosa singladura, complicándonos así la existencia, después parezca desentenderse de nosotros cuando esas amenazas escapan por completo de nuestro control. Así suena el grito desesperado de los discípulos: “¿Es que no te importa que nos hundamos?”

Podemos experimentar el huracán en diversas circunstancias de nuestra vida, que no podemos controlar, y en las que todos nuestros esfuerzos parecen inútiles. Puede ser una grave enfermedad, para la que no estábamos preparados, o una crisis familiar, o una situación laboral extrema. Hay veces en que nos parece que el mundo se hunde a nuestros pies, no alcanzamos a descubrir la salida, y, encima, nuestros gritos angustiados en forma de oración parecen caer en el vacío: Dios no escucha, parece ausente o dormido.

La imagen de la barca zarandeada por la tempestad ha sido entendida las más de las veces como una parábola de la Iglesia. En su singladura no siempre navega por una mar en calma, ni con el viento a favor, aunque también haya períodos así, en que goza del favor o el aplauso social. También Jesús vivió esos momentos, como cuando le decían “todo lo ha hecho bien” (Mc 7, 37); y lo mismo la iglesia en diversos momentos de su historia, desde sus orígenes: “gozaban del favor de todo el pueblo” (Hch 2, 47). Son situaciones que hay que agradecer, en las que hay que trabajar todo lo posible, pero en los que hay que estar vigilante, para evitar acomodarse y adocenarse, incapacitándonos para pasar a la otra orilla. Porque en el camino de la fe no es posible pararse, ni hacer pactos con el entorno que pueden traicionar la radicalidad evangélica. Ser cristiano significa, de un modo u otro, caminar contra corriente. De ahí que frecuentemente se alcen vientos contrarios y tormentas: inquinas y odios contra la fe cristiana y contra la Iglesia (ridiculizaciones, descalificaciones, odios y abierto rechazo), que se pueden traducir en huracanes, en persecuciones cruentas cuando ser creyente pone en peligro la vida.

En estas ocasiones, surge con fuerza el interrogante: ¿dónde está Dios? ¿Qué hace para defender a los suyos? No sólo los cristianos, es claro, pueden experimentar estos momentos de tempestad. Espontáneamente nos vienen la mente los numerosos holocaustos que han ensangrentado el siglo XX. El más recordado (pero no el único), el holocausto judío a manos de los nazis, suscitó explícitamente este interrogante sobre la presencia o ausencia de Dios en nuestro mundo, en Auschwitz y después de Auschwitz.

El evangelio de hoy dice que Jesús, en medio de la tempestad, dormía en popa sobre un almohadón. ¿Cómo se puede dormir en una situación así? El sueño de Jesús nos habla de una presencia silente, inactiva, que no reacciona ante el peligro. En realidad, esa escena del Cristo dormido en el fondo de la nave (en popa) es una imagen de su muerte. También Jesús ha experimentado la tormenta y el huracán amenazante, incluso sabemos que, humanamente, ha sucumbido a él.

La fe, de hecho, no es un seguro de vida. Esas versiones del cristianismo, tan presente en ciertas sectas de mucho éxito en algunos países americanos, pero que también se pueden encontrar entre nosotros los católicos, y que pretenden que la fe cristiana es garantía de éxito (social, económico, profesional) en este mundo, son, en realidad una estafa. Eso es una forma de “juzgar a Cristo según la carne”, como dice Pablo, tanto como esa otra forma que consiste en perseguirlo y negarlo. Para no juzgar a Cristo según la carne es preciso “pasar a la otra orilla”, que es la orilla de la fe, que implica hacer la travesía peligrosa, en la que hay que estar dispuestos a asumir riesgos. Y Jesús no es como el capitán Araña, que embarca a los demás y él se queda en tierra. Jesús dormido en la barca es un signo de que ha asumido del todo nuestra condición, de que en situaciones extremas y dolorosas, en aquellas en las que nos preguntamos dónde se encuentra Dios, Él está ahí presente, sufriendo, padeciendo, muriendo con los que sufren, padecen y mueren. Cristo también fue gaseado en Auschwitz. El aparente silencio de Dios es, en realidad, la respuesta más elocuente: Él ha elegido el lugar de las víctimas.