Un Dios amigo y cercano. Homilía del padre José María Vegas, C.M.F., para la solemnidad de la Santísima Trinidad

Muchos piensan que el misterio de la Trinidad es el producto de la imaginación calenturienta de ociosos teólogos medievales, una manera probar nuestra fe, o nuestra credulidad, a base de poner ante nuestros ojos una imagen de Dios lejana y misteriosa, precisamente por su carácter contradictorio: tres personas en una sola sustancia divina, en la que cada una de las personas es Dios en sentido pleno…

En realidad, merece la pena meditar sobre este misterio, que aunque nos superará siempre, nos habla de algo muy distinto de un Dios lejano e incomprensible. Empecemos diciendo que no fueron teólogos medievales los que pensaron este dogma. El carácter trinitario de la fe cristiana comparece desde los primeros escritos del Nuevo Testamento: el más antiguo de todos, la primera carta a los Tesalonicenses (en torno al año 50), tiene ya claras formulaciones trinitarias. No es extraño si tenemos en cuenta que el centro de la conciencia mesiánica de Jesús consiste precisamente en la filiación divina, en su ser Hijo de Dios, y en un sentido que dista mucho de ser una mera metáfora. Los judíos que lo acusaban de blasfemia por equipararse con Dios entendían muy bien que Jesús reivindicaba una familiaridad con su Padre que transcendía los símbolos.

Pero es que, además, la fe en el Dios trinitario no es en absoluto algo “ocioso”, carente de consecuencias prácticas. Las discusiones trinitarias en los primeros siglos de la era cristiana, que se sirven con libertad de diversas categorías griegas (sustancia, relación, etc.), dan lugar a un nuevo mundo conceptual del que todavía vivimos: la noción de persona, que ha tenido enormes consecuencias en la cultura occidental y mundial, que habla del valor absoluto de cada ser humano, de su dignidad y de sus derechos inalienables, es producto de la formulación teológica del dato revelado claramente en el Nuevo Testamento: es al hilo de la reflexión sobre la vida y las relaciones entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, como se llega a la noción de persona, absolutamente novedosa para la cultura griega y helenista, y que nos ofrece una nueva comprensión de Dios y, como consecuencia, del hombre, que es su imagen.

Las lecturas de hoy iluminan con gran intensidad el carácter existencial de la fiesta que celebramos. El libro del Deuteronomio no sólo subraya el monoteísmo (“el Señor es el único Dios…; no hay otro”), sino, sobre todo, la cercanía de este Dios único “allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra”. El Dios de Israel es un Dios que viene al encuentro, que lo hace liberando y, además, respetando la libertad humana: no se impone despóticamente, sino que propone un pacto. Los pactos sólo pueden ser suscritos entre seres libres y, en cierto modo, iguales o, al menos, semejantes. Si Dios propone un pacto, es porque nos considera semejantes a Él, precisamente, personas como Él. Esa semejanza es la fuente de nuestra libertad (por eso actúa Él liberando), y de nuestra dignidad (por eso nos respeta, incluso si nos alejamos de Él). Así que se trata de un Dios que viene al encuentro, pero sin invadir el espacio propio del hombre; es un Dios que se muestra, que interpela y que busca el diálogo y la comunicación.

Un Dios así no puede ser un déspota solitario, que de relaciones no sabe nada. Al contrario, siendo absolutamente único, su interna sustancia es la comunicación, la relación, el amor: la armonía y la perfecta unidad entre los distintos. Y el amor es siempre, en sí mismo, una buena noticia, que tiende a comunicarse, a compartirse. Así que Dios crea el mundo y al hombre para incluirlo en esa relación en que consiste misteriosamente su propio ser. No nos llama a una alianza cualquiera (por ejemplo, comercial o de intereses), sino a esa alianza profunda y decisiva que son las relaciones familiares. Esta es la gran novedad que nos ha traído Jesucristo.

Sabemos que nuestras imágenes no pueden expresar adecuadamente el misterio inaccesible de Dios. Pero sí que hay imágenes que lo expresan mejor, y ésas son las que mejor nos definen a nosotros mismos: las ligadas a las relaciones familiares. Dios como Padre quiere incluirnos en la filiación por medio de su Hijo. Jesús se refería a Dios en términos de extraordinaria cercanía y familiaridad: al hablar de Dios como de su Abbá, que es el equivalente arameo de “papá”, Jesús está subrayando una relación de inaudita intimidad, que lo equipara con Dios. Y su Evangelio, su Buena noticia, consiste en que esa relación paterno-filial se abre como una posibilidad de vida para todos los seres humanos. Y lejos de significar esta imagen una relación de dependencia infantil, lo que hace es llamarnos a la libertad, a la autonomía, a la responsabilidad: ¿qué quieren realmente los buenos padres, sino que sus hijos crezcan y sean sí mismos? Lo mismo sucede con el Dios Padre de Jesucristo que nos llama a arriesgar y caminar (“sal de tu tierra” –Gn 12, 1)), a ponernos en pie y caminar (“toma tu camilla y anda” –Jn 5, 8–, “toma tu cruz y sígueme” –Mt 16, 24–).

De esto nos habla Pablo en la carta a los Romanos. Si nos abrimos al Dios que viene al encuentro, si nos dejamos tocar por su Espíritu, descubrimos de manera no sólo teórica, sino vital, que Dios no es un abstracto Principio de todo, ni sólo un Primer Motor del mecanismo universal, sino un ser personal que funda y sostiene nuestra libertad; un Dios que al venir al encuentro y hacerse cercano en su Hijo Jesucristo llega incluso a padecer con nosotros y por nosotros, para así compadecerse de todos. Y si Él se une a nosotros en nuestros padecimientos, al participar nosotros en los suyos, podemos sentir que el Abbá de Jesús es también el nuestro, y así nos hacemos partícipes de su gloria, nos convertimos en Él en hijos de Dios y coherederos de su vida resucitada.

El Evangelio, por fin, nos recuerda que esa cercanía de Dios es un proyecto, algo que está siempre en camino, y del que todos los que hemos creído somos responsables ante los demás, ante el mundo entero. Nos convertimos en cierto sentido en la voz del Dios que llama al encuentro e invita a la comunicación con Él por medio del bautismo. Jesús nos envía a anunciar al Dios cercano siendo y haciéndonos nosotros mismos cercanos, anunciando con palabras y obras la cercanía de Dios. Cuando tratamos de hacerlo, la sentimos nosotros mismos y pueden sentirla los demás: Jesús y, con Él, el Padre, por la mediación del Espíritu Santo, está con nosotros “hasta el fin del mundo”. Este “hasta el fin del mundo” puede entenderse en varios sentidos: siempre, hasta que el mundo se acabe (no sabemos cuándo); en todas partes, hasta los últimos rincones del mundo (también en mi propio rincón); y hasta las últimas consecuencias, pase lo que pase, incondicionalmente (hasta la muerte).

En un Dios así, la verdad, merece la pena creer.