La vid, los sarmientos y los frutos. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el 5 domingo de Pascua

Los catecúmenos, que han recibido el bautismo en la noche Pascual y han iniciado el proceso de profundización (catequesis mistagógica) para aprender a reconocer al Señor Resucitado, muy posiblemente empiezan a experimentar las dificultades cotidianas de la vida cristiana. En primer lugar, la misma comunidad, lugar de presencia del Resucitado, dista mucho de ser una comunidad ideal. Como vemos en la primera lectura, existen en ella, además de otros conflictos, desconfianzas y recelos (en este caso, sobre la autenticidad de la conversión de Pablo) que tienen que ser resueltos por la mediación de algún hombre bueno (Bernabé). Además, la fuerza comunicada por el sacramento del bautismo no evita el que sigan experimentando debilidades, inclinaciones al mal, pecados. Nos lo recuerda Juan en su primera carta al hablarnos de la “conciencia que nos condena”. Por fin, están las dificultades externas, las incomprensiones, las amenazas, la hostilidad que a veces experimentan los creyentes. De nuevo, en el texto de los Hechos se habla de ello, a propósito de Pablo, y de los que se propusieron suprimirlo. Y las dificultades de los recién bautizados son, a fin de cuentas, las dificultades que todos los creyentes experimentamos de un modo u otro.

Dicho en lenguaje actual: es la hora de pasar de las palabras y los sentimientos a los hechos; o, como nos recuerda Juan en su primera carta: no hemos de amar de palabra y de boca, sino de verdad y con obras. Y es ahí, precisamente, donde experimentamos dificultades y resistencias, en nosotros mismos, en nuestro entorno creyente, en la sociedad que nos rodea.

El Evangelio de hoy responde muy bien a todo esto. La fe es un proceso de crecimiento. El que se ha bautizado (cada uno de nosotros) y ha realizado un cierto camino de profundización cristiana, no por eso ha llegado ya hasta el final. En la fe no es posible “licenciarse”, considerar que “ya nos lo sabemos”. Porque la fe es, ante todo, una relación viva con Dios por medio de Jesucristo, o, por usar la imagen que hoy nos propone Jesús, un injerto, esto es, una inserción, gracias a la cual la savia que da vida a la vid pasa también a nosotros, los sarmientos, y nos vivifica. No es sólo un saber y una aceptación teórica (aunque también), sino una forma de vida que deriva de esa inserción en Cristo. Y, como toda vida, es un proceso de crecimiento no exento de dificultades, que necesita volver a escuchar en niveles siempre nuevos la llamada del Maestro, que requiere de nuevas conversiones y, por tanto, de purificaciones sucesivas que hacen esa inserción viva en la persona de Cristo más fuerte y estable. En la vida humana y también en la vida cristiana es fundamental la perseverancia. Hoy la necesidad de esta actitud se ve con claridad meridiana. Dios no actúa en nosotros si nosotros no le dejamos. Pero, si le dejamos, actúa y, por medio de Cristo (es decir, humanamente, en diálogo y en proceso, pero no sin dificultad y a veces con algo de sufrimiento), nos va purificando y permitiendo que demos lo mejor de nosotros mismos. No se trata de un proceso de “alienación” (“alio” = otro: hacerse “otro”), sino, por el contrario, de crecimiento y desarrollo pleno de las propias posibilidades, para llegar a ser plenamente lo que somos. Cristo es la posibilidad que Dios nos da de llegar a ser plenamente nosotros mismos.

Sólo así, mediante esa inserción viva y perseverante en la relación con Jesús, es posible que las dificultades y límites de la comunidad (que puede ser la propia familia, iglesia doméstica, o la parroquia, o algún grupo al que pertenezco, o la Iglesia como tal), así como las hostilidades que a veces la rodean, no me hagan perder la paz. Es curioso cómo la primera lectura, después de hablar de las desconfianzas internas y de las amenazas externas, afirme que la “Iglesia gozaba de paz”. La paz de que goza la Iglesia no es ni mera armonía psicológica interna, ni tampoco adaptación al medio social: es el don que recibe de Jesús, que, al hacerse presente en medio de sus discípulos (de modo señalado en la Eucaristía, aunque no sólo en ella), les comunica la paz: “paz a vosotros”.

Sólo así, unidos como sarmientos a la vid, es posible que el hecho de que nos condene nuestra conciencia en algún aspecto de nuestra vida, es decir, que sintamos nuestra debilidad y nuestro pecado, no impida que podamos “tranquilizar nuestra conciencia”, porque vivimos en la confianza en Aquel que es más grande que nuestra conciencia, que nos ha manifestado su misericordia, que nos hace comprender que estamos en camino, que nos acompaña en nuestro proceso de purificación y nos da la paciencia de la esperanza.

Sólo así, por fin, podremos entender que las contrariedades de la vida tienen sentido, son parte de esa purificación que nos va haciendo crecer en la fe y en la inserción en Cristo, y que nos permite “dar fruto”, como los sarmientos unidos a la vid. Porque, una vez más, como nos ha recordado Juan, es hora de pasar de las palabras a los hechos: la verdadera fe no puede no expresarse en las obras del amor y comunicarse de esa manera. Porque poco a poco los catecúmenos ya bautizados, esto es, todos nosotros tenemos que ir entendiendo que la fe que hemos recibido no es un don sólo para nosotros mismos, sino que tiene que dar fruto abundante para la vida del mundo. Es importante subrayar que ha de ser abundante y no sólo un poco de fruto para mi personal uso y consumo: tiene que ser abundante de modo que pueda ser ofrecido como alimento para que el mundo tenga vida, pues es por ese “mundo entero” por el que Cristo se entregó a la muerte y resucitó a la vida nueva, y es ese “todo el mundo” al que tenemos que mirar desde la luz que hemos recibido con el don de la fe en Jesús, el Señor, el Cristo, la Vid que nos transmite la savia que hace nuestra vida fecunda también para los demás.