Una mesa abierta a todos. Homilía para el Jueves Santo


Jesús ha preparado una mesa para sus amigos. A Jesús le gustaba sentarse a la mesa. A veces le invitaban y Él nunca rechazaba la invitación. Podía ser de unos amigos a participar en su boda, o de fariseos que se tenían por justos, o de pecadores que se confesaban en público, de amigos cercanos, de extraños y hasta de extranjeros. En algunas ocasiones él mismo organizaba la comida, incluso la improvisaba en medio del descampado, cuidando de que a todos alcanzara siquiera un trozo de pan. Jesús tenía experiencia en organizar comidas y cenas, pero ésta la había preparado con esmero. Era una cena especial, una cena de despedida.

Sabiendo de su próximo final, de que llegaba la hora de pasar de este mundo al Padre, quiso reunirse con sus discípulos, con sus amigos. Él era el anfitrión y el camarero, el servidor de todos. Su gesto de lavar los pies a los discípulos era increíble y explica la resistencia de Pedro: era un gesto de esclavo, es decir, de alguien desprovisto de todo derecho. Pero ese era el sentido preciso de esa cena: Jesús, Señor y Maestro, se había hecho el servidor y el esclavo de todos, y no sólo de modo simbólico, como un gesto de un solo día; al contrario, este gesto expresaba la verdad de toda la vida de Jesús: el que renunciaba a la vida (en la cruz, la muerte reservada para los esclavos) para que los suyos tuvieran vida. De esta manera les explicaba (como un verdadero Maestro) el sentido paradójico de lo que iba a suceder en pocas horas: despojado de todo derecho, incluso del derecho a la vida, su Pasión era, sin embargo, una entrega libre por amor. Así se mostraba como el verdadero Señor que dispone libremente de su vida. Y de esta manera, finalmente, Jesús se convierte no sólo en anfitrión y servidor, sino en alimento que con su vida sacia nuestra hambre y apaga nuestra sed. El gesto de repartir el pan y el vino diciendo “tomad y comed, esto es mi cuerpo y mi sangre”, debe ser entendido a la luz de su Pasión. No se trata de un milagro físico-químico que pone a prueba nuestra fe (o nuestra credulidad), sino de un verdadero sacramento, un signo que realiza lo que significa: Jesús, su cuerpo y su sangre, son realmente para nosotros pan y vino que nos alimentan, porque Él, realmente, entregó su cuerpo y derramó su sangre para darnos vida.

De esta manera tan densa y tan intensa Jesús se despide y se queda en la repetición que sus discípulos y amigos realizan de este gesto “en memoria suya”.

La cena de Jesús con sus amigos se celebra desde entonces cotidianamente, y nosotros somos los amigos de Jesús, invitados a su mesa.

Al elegir esos signos tan sencillos y cotidianos, una cena alrededor de una mesa, la Palabra, el pan y el vino, Jesús nos está diciendo que está cerca de nosotros, que es posible encontrarlo en la vida cotidiana, que no hay que hacer extraños rituales iniciáticos para elegidos para poder encontrarse con Él. Fijémonos en los elementos fundamentales de esta cena.

La reconciliación. Al comenzar la celebración reconocemos nuestras faltas y pecados y pedimos perdón. Al acercarnos a una fiesta, nos preparamos adecuadamente: nos lavamos y nos vestimos de manera adecuada. Es este el momento en que Jesús, nuestro anfitrión y nuestro servidos nos lava los pies.

La Palabra. En este encuentro ocupa un lugar central la Palabra. La Palabra, la conversación con Jesús, lo que Él quiere decirnos, precede al gesto del pan y del vino, y tiene tanta importancia como él. La Palabra de Jesús es Palabra de Dios, una palabra eterna y por eso joven, siempre actual, que nos habla a cada uno, a ti, a mí, hoy. Es ella la que da sentido al gesto. Por eso, para que se produzca el diálogo vivo con Jesús es importantísimo estar preparados y abiertos (desconectar el móvil) para hacer silencio interior y poder escuchar, y sólo después poder hablar (pedir, alabar, agradecer…).

El Pan y el Vino. A la luz de la Palabra entendemos el significado del pan y del vino y la entrega que anticipan y actualizan. Y entendemos que Él se preocupa de nosotros y que su mesa no es sólo espiritual: los que comen el pan de la eucaristía no pueden no preocuparse de quienes no tienen pan para alimentar su cuerpo cada día. Al compartir el pan no pueden no pensar en el pan “nuestro de cada día”, que debe llegar a todos y que gracias a la fraternidad que la Palabra y el Pan eucarístico crean debe multiplicarse para que los bienes de la tierra simbolizados en el pan (el alimento y el vestido, la educación y el trabajo, y todo aquello que permite al ser humano vivir con dignidad) alcancen a todos.

Una mesa abierta a todos (el sacerdocio ministerial y el común). Y es que la cercanía cotidiana del Maestro significa que los amigos de Jesús invitados a la mesa no son unos pocos privilegiados: la invitación se extiende a todos, pues Jesús quiere ser amigo y hermano de todos, quiere reunir a todos los seres humanos en torno a su mesa, y compartir el pan y la Palabra, porque todos son y están llamados a ser hijos del Padre del cielo. Jesús dio su vida por todos y todos están invitados. Es verdad que no todos acuden. Unos no han recibido todavía la invitación. Es urgente que nosotros, los cristianos, la cursemos, avisemos a todo el mundo de esta invitación abierta, que por todos dio Cristo la vida porque la paternidad de Dios no sabe de excepciones ni exclusiones. Otros no quieren venir por mil razones distintas. Aquí es importante comprender que los que venimos no venimos sólo por nosotros mismos: queremos representar a todos, hacer presentes a todos en el banquete de Jesús, como mediadores suyos. Somos un pueblo sacerdotal que participa del sacerdocio de Cristo. Por eso es tan importante nuestra presencia, nuestra fidelidad, nuestra perseverancia. Y, en todo caso, las puertas siguen abiertas a todos. No todos han venido, pero todos son esperados, todos bienvenidos.

Y, finalmente, los que hemos venido, los que hemos pedido perdón por nosotros y por toda la humanidad, los que hemos escuchado la Palabra y presentado nuestra súplica, los que hemos comido el pan y bebido del cáliz, ¿no habremos de transformarnos nosotros mismos en Cristo, es decir, en servidores y esclavos de nuestros hermanos, como Jesús, para ser como él constructores de fraternidad, agentes de reconciliación, anunciadores de la buena nueva, testigos de un amor que es más fuerte que el pecado y que la muerte?