A Dios y al César. Homilía del p. José María Vegas, C.M.F., para el domingo XXIX del tiempo ordinario


Si los fariseos y los herodianos se han aliado para pillar a Jesús, puede pensarse que la situación de éste es desesperada y sin salida. De hecho, la alianza de los dos grupos no puede ser más antinatural: los fariseos, partidarios del sistema teocrático judío, no podían aceptar ninguna forma de colaboración con el poder pagano de los romanos. Los herodianos, por el contrario, eran colaboracionistas sin escrúpulos, que trataban de sacar ventajas de la ocupación. La actitud hacia el impuesto al César indicaba bien a las claras la posición de cada uno. La trampa era perfecta: si Jesús aceptaba el pago del impuesto, era un enemigo de Dios, un blasfemo, un renegado que no aceptaba el único reinado de Yahvé. Si rechazaba al impuesto podía ser acusado de sedición y rebeldía contra el poder establecido. En los dos casos había causa contra él, que es lo que, en el fondo, interesaba a unos y otros: encontrar un motivo para acusarlo y quitarlo de en medio.

Las dos posiciones, más allá de las peculiaridades culturales de la época, expresan tendencias universales, presentes de un modo y otro en todo tiempo. La tendencia teocrática quiere someter todo el orbe de la actividad humana al poder religioso, negando todo espacio de autonomía para el hombre, la que el mismo Dios le ha dado en el acto de la creación. El fundamentalismo es una religión excesiva, asfixiante, que se niega a reconocer la madurez del hombre y el ejercicio de su libertad responsable. La otra tendencia diviniza idolátricamente realidades humanas, demasiado humanas: el poder político, la riqueza económica, el éxito social. A esos ídolos han de sacrificarse todas las demás realidades, incluidas las más sagradas, como la fe, la propia conciencia, la justicia, la caridad.

Que estos dos extremos viciosos se unan contra Jesús da que pensar. Por una lado, no es infrecuente que formas del mal entre sí contradictorias unan sus fuerzas para lograr sus turbios objetivos: carentes de escrúpulos, para ellas el fin justifica los medios. Pero, por el otro, no es que la verdad se encuentre en un mediocre término medio, hecho de compromisos. Al contrario, Jesús no se inclina ante el poder, pero tampoco gusta de imposiciones en nombre de Dios. En su respuesta, sencillamente genial, no sólo sale del aprieto en que querían ponerle, sino que, además, nos muestra meridianamente qué significa la libertad del Hijo de Dios, una libertad que, por ser también hijo del hombre, quiere compartir con nosotros. Jesús no necesita negar al hombre para afirmar a Dios, ni negar a Dios para afirmar la libertad del hombre, sino que su afirmación de Dios es la perfecta confirmación de la libertad responsable del hombre y de su ámbito de autonomía.

¿Qué significa esta respuesta: “dadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”? Significa, en primer lugar, la distinción de las esferas religiosa y secular. Es una novedad absoluta en la historia de la humanidad. Existen áreas en las que el hombre debe decidir por sí mismo, resolviendo con autonomía sus problemas. Jesús llama a la responsabilidad y, al mismo tiempo, exige que no tratemos de manipular a Dios, haciendo de Él la justificación indebida de aquello que nos corresponde resolver por nosotros mismos (como el modo de organizar la política, la economía, la investigación de la naturaleza, etc.). Dios no es ni debe ser el talismán mágico de nuestros problemas. Bajo la teocracia se encuentra también con frecuencia la voluntad de dominio de algunos, que se sirven de Dios y apelan a su autoridad para oprimir al hombre. Jesús desdiviniza así el poder político (y todo otro poder humano), que podrá exigir el impuesto, pero nada más: no puede exigir la conciencia de los hombres.

Ahora bien, ¿no existe en esta distinción de esferas el peligro de espiritualizar en exceso la dimensión religiosa, hasta el punto de recluirla en la sacristía y ponerla de espaldas a los problemas reales del hombre? ¿Está acaso diciéndonos Jesús que “no nos metamos en política”, que permanezcamos mudos ante la injusticia, y nos limitemos a darle a Dios el culto debido en la oración?

Desde luego que no. La pregunta sobre el impuesto lleva a la pregunta sobre la cara y la inscripción de la moneda; eso es “lo del César”. Pero queda en el aire la cuestión de qué es “lo de Dios”. ¿Dónde está el rostro y la inscripción que hay que darle a Dios? Cualquier judío medianamente instruido y conocedor de la Biblia sabía la respuesta: la imagen de Dios es el hombre, el rostro del hombre, y no hay verdadero culto a Dios si no hay respeto al ser humano y servicio al necesitado. De manera implícita e inteligente (a buen entendedor…) Jesús nos está diciendo que el sacramento de Dios en la tierra es el hombre concreto. Es en él en el que Dios ha depositado su imagen y ha hecho resplandecer su semejanza. Por tanto, el ser humano singular y concreto no puede ser sacrificado en el altar del poder político, económico, ni de ningún otro tipo. Todas esas esferas de actividad, teniendo sus ámbitos respectivos de autonomía, han de estar al servicio del hombre, deben realizarse en el respeto de la dignidad humana, no pueden convertir al ser humano en mero medio e instrumento de sus fines, porque sólo el hombre está investido de la dignidad de fin en sí, y eso es lo que hace inadmisible que fines cualesquiera justifiquen medios que lesionen aquella dignidad. Este verdadero humanismo de raíz teológica es el punto de intersección entre la experiencia religiosa y todas las demás esferas de actividad humana. La religión, las iglesias, los curas o los ayatolás no tienen que arrogarse competencias que no les pertenecen, ni meterse a dirigentes de la política, la economía, etc. No tienen derecho, en una palabra, a oprimir al hombre en nombre de Dios. Pero quien cree en el Hijo de Dios hecho hombre, y, en consecuencia, descubre el rostro de Dios en cada ser humano real, no puede consentir que se pisotee la imagen de Dios en nombre de cualesquiera ideologías, formas de poder, sistemas económicos o logros científicos. Ahí la Iglesia y los cristianos deben alzar su voz en defensa de aquello que debemos a Dios. Nuestra fe en el Dios creador y Padre de Nuestro Señor Jesucristo no nos permite permanecer en la indiferencia ante los múltiples atentados contra la dignidad y el valor de la vida humana.

Hoy como ayer, fuerzas contradictorias se alían en contra del hijo del hombre. Fundamentalismos religiosos pretenden determinar hasta los mínimos detalles la vida humana, destruyendo su libertad y amenazándolo de muerte (y matándolo) si no se somete. Y, en el otro extremo, sistemas políticos y económicos, políticas demográficas, programas de investigación científica, etc., utilizan al hombre, su vida y su dignidad, como moneda de cambio para los más variados fines. Hoy como ayer, Cristo, sus discípulos, su Iglesia tienen que alzar la voz para que, respetando la debida autonomía de las realidades de este mundo (dándole al César lo que es suyo, su moneda, pero nada más), no dejemos de darle a Dios lo que le pertenece sólo a Él: su imagen que habita en el interior de cada uno. Reconocer y aceptar a Jesús como el Cristo, Hijo de Dios e hijo del Hombre, es el mejor camino para encontrar ese equilibrio que no está hecho de medias tintas o componendas, sino de la radicalidad del mandamiento del amor a Dios y a los hermanos.