¡Venid a la fiesta! Homilía del p. José María Vegas, C.M.F., para el domingo XXVIII del tiempo ordinario

Jesús, que nos ha presentado en las semanas anteriores el Reino de los Cielos como una viña hermosa y fecunda, en la que hay que trabajar, pero que está llamada a dar frutos que nos endulzan la vida, va hoy más allá, como tratando de desmentir esas imágenes sombrías del Reino que ha venido a traer, y resaltando con mucha fuerza su carácter festivo y alegre. El Reino de los Cielos se parece a una fiesta, a un banquete de bodas.

La fiesta tiene un profundo significado antropológico. El hombre no es sólo un trabajador, un «funcionario» del deber, alguien sometido a las fuerzas de la necesidad natural o moral. Eso, que es en parte verdad, no agota todo su ser. El ser humano aspira a la ligereza de la libertad respecto de los mecanismos de la necesidad, y busca experimentar esa dimensión precisamente en la fiesta. En ella se abre un espacio de libertad para expresar la alegría de vivir, sea por la vida nueva de un nacimiento, sea por el recuerdo del propio o del cercano (el cumpleaños), sea para alegrarse de cualquier éxito, o de la presencia de Dios en su propia vida, y así un largo etc. Pero, tal vez, la cima de todas las fiestas se encuentre en la que se organiza con motivo de una boda. En ella se experimentan todas las alegrías de una historia nueva fundada en el amor mutuo y la libre decisión de compartir toda la vida, sin los lastres que preceden a otras alegrías no menos profundas (como los dolores de parto en el nacimiento de un niño), con la esperanza de una existencia feliz y fecunda. Que la experiencia se encargue después de rebajar esas expectativas no consigue disminuir, sin embargo, la sensación de felicidad plena que se experimenta en el banquete de bodas. Jesús compara el Reino de los Cielos con esta alegría desbordante, con esta fiesta sin parangón. Y para reforzar todo lo dicho, habla incluso de la boda del hijo del Rey. Si a todos nos agrada que nos inviten a una boda, sobre todo si se trata de la boda de personas a las que queremos, qué no sentiríamos si recibiéramos la invitación a la boda de alguien de la importancia y significación del hijo de un rey. Jesús no ha ahorrado esfuerzos de imaginación para subrayar la extraordinaria positividad del mensaje que porta consigo, al que llama a participar, en primer lugar, a los representantes del pueblo elegido, el pueblo que tiene como Rey al mismo Dios y cuyo hijo ha sido enviado a cumplir en medio de ellos las antiguas promesas, que sostienen la esperanza de este pueblo y son el soporte de su verdadera identidad. Y, por medio de ellos, a todos los demás, pues la boda del hijo del rey es algo que afecta a todos, en lo que todos deben participar.

Jesús nos está diciendo que Dios no quiere amargarnos la vida, no quiere que estemos tristes ni que lo pasemos mal. Todo lo contrario, Dios quiere preparar para nosotros un festín de manjares suculentos, de vinos de solera, quiere aniquilar la muerte, enjugar las lágrimas de todos los rostros. Y lo quiere hacer precisamente por medio de Jesús, su Hijo, en quien se ha dado realmente un desposorio de Dios con la humanidad entera.

Es verdad que en ocasiones, incluso con mucha frecuencia, en la vida existen sombras, penas y tristezas, o, como decimos a veces, pintan bastos. Y es que no todo depende de nuestra voluntad, y no es nada raro que, por diversas circunstancias (naturales o humanas) la realidad se oponga a nuestros deseos. Pablo nos enseña a este respecto que, cuando estamos unidos a Cristo, aunque no está dicho que todo vaya a irnos siempre a pedir de boca, es posible sobrellevar todas esas situaciones, porque nos hacemos libres de las circunstancias externas y, aunque eso no siempre sea del todo posible, sí que aprendemos a ser solidarios en las desgracias y las necesidades, compartiendo unos con otros las alegrías y las penas, la abundancia y la necesidad. Y aquí, en la voluntad de compartir, se cumple esa curiosa ecuación por la que las alegrías se multiplican y las penas se dividen.

La fe, la participación en el Reino, que Jesús nos presenta hoy como la invitación a una gran fiesta, no es sin embargo, un seguro de vida, ni nos garantiza salud, trabajo y éxito social. Pero nos da luz y fuerzas para vivir y encontrar sentido también en los momentos de dificultad.

Para entender del todo el sentido de la parábola de Jesús es importante atender a quién se la está contando: a los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo. Se trata, como en las parábolas de la viña, de una llamada imperiosa y de última hora a responder al Dios que está cumpliendo en Jesús sus promesas, y por medio, una vez más de una imagen que sus interlocutores conocían muy bien. Jesús parece estar dirigiéndoles una llamada final, a la desesperada. De ahí que ponga de relieve con tanto énfasis la positividad y el enorme valor de lo que se están perdiendo por su actitud de rechazo a su mensaje.

Si el banquete de boda es algo tan positivo, un tiempo de celebración, gozo y alegría, no puede dejar de sorprender la reacción de indiferencia, desprecio, incluso violencia que encuentra en los primeros invitados. ¿Será verdad que Dios responde a esas actitudes perversas destruyendo a los que lo rechazan? ¿Cómo entender las palabras de la parábola: «El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad» Muy probablemente este texto refleje simplemente la época de la última redacción del Evangelio, en la que ya se había producido la destrucción de Jerusalén (el año 70 d.C.).

La respuesta de Dios al pecado humano no es, en realidad, destructiva, sino creativa, constructiva. El poder de Dios se muestra en su capacidad de sacar bien del mal, vida resucitada de la muerte que produce el pecado. Así, el rechazo de las autoridades de Israel (que por ser pueblo sacerdotal debía hacer de «maestro de ceremonias» de este desposorio salvífico de Dios con la humanidad entera) no frustra el proyecto de Dios, que abre la invitación al banquete de bodas a todas las gentes sin excepción y sin condiciones: «a sala del banquete se llenó de invitados, bueno y malos». Y todos somos en parte buenos y en parte malos.

Pero aceptar la invitación y entrar en el banquete no nos deja como estábamos: algo en nosotros debe cambiar o, si como sucede de hecho, seguimos sintiendo nuestra debilidad y el acoso del pecado, hemos de entrar en una dinámica de conversión y vida nueva. Se trata de participar en el banquete de Cristo Jesús, en el banquete eucarístico, en el que él nos da su propio cuerpo y sangre, que es lo mismo que decir que se nos da del todo. Para ello nos vestimos con un traje de fiesta. En eso consiste el bautismo, que no es otra cosa que revestirse de Cristo, convertirnos en criaturas nuevas, entrar en una dinámica de vida en la que tratamos de reproducir en nosotros los sentimientos de Cristo (cf. Flp 2, 5), porque como afirma Juan «quien dice que permanece en él debe vivir como vivió él» (1Jn 2,6). Y esto significa que no somos sólo invitados a la fiesta, sino también como los servidores que cursan a otros la invitación, que con nuestras actitudes y, si es el caso, con palabras, con nuestro modo de vida, les decimos a los que nos encontramos por los caminos de la vida: «Dios ha preparado para todos un festín de manjares enjundiosos, de vinos generosos. ¡Venid a la fiesta!»