El camino cuaresmal. Homilía del padre José Mª Vegas para el Miércoles de Ceniza
La cuaresma es un camino que lleva a la Pascua. Es, por tanto, un camino que conduce a la vida y a la luz, que tiene, en pocas palabras, una final feliz. De ahí que se insista en que es “tiempo favorable, día de salvación”. Si la cuaresma es tiempo de gracia, favorable, salvífico, ¿no ha de ser por necesidad tiempo de alegría? Sin duda. Pero precisamente por ello, es también una invitación a la seriedad. Pues la alegría es una cosa demasiado seria como para tomársela a broma. Y más si esa alegría lo es “en camino”, es decir, en proceso. No está dicho que en la verdadera alegría no haya sinsabores y momentos difíciles.
La alegría cuaresmal es una alegría “in via”, que se alimenta de la esperanza de una alegría futura y, por tanto, que requiere su preparación y su tiempo. No se parece a las alegrías “gaseosas” que como bombas de confetis explotan a nuestro alrededor y tras un breve efecto superficial desaparecen sin dejar rastro o, incluso a veces, un rastro depresivo. Estas son las alegrías que nos ofrece nuestro mundo, el mundo de la “diversión”. Así es, por ejemplo, la alegría postiza del Carnaval: una alegría derrotada de antemano. La alegría cuaresmal es una alegría pascual que se anuncia, se promete y, en cierto modo, se anticipa. Es como una carga de profundidad, que brota de lo hondo del alma, como una semilla que ha madurado largo tiempo, lentamente y sólo tras este proceso, en que también hay un elemento de muerte, brota como un milagro, llena de vida, de color y de frutos: es una alegría con raíces, fruto no de la “diversión” (de la dispersión), sino de la “conversión”.
Por ello, esta alegría debe ser ella misma largamente preparada, pues sólo pueden percibirla los que tienen el corazón bien dispuesto. Es precisa una pedagogía que va a lo profundo, que rescata dimensiones escondidas, a veces incluso olvidadas a causa de las preocupaciones de la vida y de las búsquedas algo compulsivas de las otras alegrías epidérmicas y pasajeras.
La Iglesia nos regala el tiempo de cuaresma como preparación para experimentar esa alegría enraizada en el triunfo de la vida, pero que brota de lo profundo, también porque ha mirado de cara a las causas de nuestra tristeza, porque no se ha evadido de las sombras de nuestro mundo y de nuestra vida, porque ha probado las hieles de la muerte para poder vencerla. Así pues, este tiempo favorable, este tiempo de gracia es como un camino al que hay que prepararse adecuadamente.
El miércoles de ceniza es un campamento base en el que se nos ofrecen las claves del itinerario (la “hoja de ruta”, como se dice ahora): ayuno, limosna oración. Cf. Mt 6,1-6.16-18.
No se trata de meras “prácticas”, sino de tres indicaciones sobre los ejes que componen nuestra vida y que son tres relaciones fundamentales: la relación consigo mismo, la relación con los demás y la relación con Dios. De hecho, el pecado es la perturbación de la armonía establecida por Dios entre estas tres formas de relación y, por eso las toca en su corazón.
El pecado es un uso indebido de nuestra libertad: la voluntad de ser dioses, de disponer el orden del bien y del mal según nuestra conveniencia, el tomar el fruto de la libertad pero rechazando su peso, el de la responsabilidad. El hombre descubre entonces su desnudez, se enemista con su igual (le echa las culpas), se esconde de Dios.
Este tiempo de Cuaresma nos invita a examinar con espíritu de conversión esas tres dimensiones. De ello hablan estas claves de la cuaresma que nos ofrece el miércoles de ceniza.
El ayuno. La relación consigo mismo: ¿cuáles son mis verdaderos valores?, ¿soy capaz de renunciar a ciertos bienes básicos, a los que tengo derecho, en aras de valores más altos? Se puede examinar también mi relación para con mis deberes personales, profesionales, el cuidado de sí, cómo alimento mi espíritu… Para emprender el camino de la conversión a los que verdaderamente vale y nos salva hay que soltar lastre, liberarse, prescindir de múltiples ataduras que nos impiden avanzar. Comprender que se puede vivir con menos (alimento, televisión, etc.) Renunciar para caminar ligeros de equipaje, para estar mejor dispuestos, más disponibles a las dimensiones esenciales de la vida, a la escucha de la Palabra, a las necesidades de los demás.
La limosna: precisamente al liberarnos nos hacemos más sensibles a las necesidades de los demás, descubrimos que también existen los otros y que mucho de lo que nos sobra a nosotros es para ellos imprescindible. La renuncia que supone el ayuno no es sólo una ascética para el autocontrol, sino también y sobre todo un ejercicio de sensibilización para aprender a compartir. La limosna significa no tanto “dar” algo sino mirar a alguien, y mirarlo de una forma nueva, con capacidad de compadecer, con misericordia, con capacidad de respuesta (la llamada del “rostro del otro”). Al mirar así, sólo entonces, me siento llamado a dar (dinero, tiempo, una palabra de aliento, atención, respeto…).
La oración. Ligeros de equipaje, dispuestos al servicio de los demás, nos hacemos también disponibles para Dios: disponibles al diálogo que, sobre todo, escucha pero que también habla (pide, suplica, alaba, adora). Creer en Dios es confiar en Él, confiarle el propio corazón, y para ello hay que “estar” con Él.
Pero escuchando a Jesús, de nuevo comprendemos que de lo que aquí se trata es de una comprobación del corazón, de la autenticidad de nuestras actitudes básicas, de nuestras relaciones axiales. Ayunar y perfumarse: renunciamos a algo legítimo para conseguir algo mejor: no lloramos la renuncia, sino que nos alegramos en la víspera de un don más alto. Dar sin que lo sepa la otra mano. No es del todo posible: no es posible hacer el bien “sin querer”, sin conciencia de ello, pero somos invitados a mirar sólo a la necesidad, a los ojos del que recibe el bien, sin autocomplacencia, sin buscar recompensa, dispuestos a olvidar enseguida el bien realizado. No hacer el bien “para obtener algo a cambio” (por ejemplo, la salvación), sino porque ya hemos experimentado la salvación y porque el otro lo necesita. La oración es un encuentro con Dios en la intimidad. La habitación es el propio interior. Hay que hacer espacio, dar lugar a Dios, hacer silencio para que Él hable. No se trata tanto de la cantidad de nuestra oración sino de su calidad.