Ser luz, pero no iluminados. Homilía del p. José Mª Vegas para el 5º domingo del tiempo ordinario

La imagen de la luz vuelve a centrar nuestra atención en la meditación de la Palabra de Dios. La luz que hemos contemplado en Navidad (cf. Is 9,2; Jn 1, 4.9) y que ha empezado a iluminarnos por medio de la Palabra y su acción benéfica y curativa (cf. Mt 4, 16) se nos transmite también a nosotros, los creyentes. Esa luz nos ha iluminado para ver un mundo nuevo, que Jesús proclama por medio de las Bienaventuranzas. Participar de la bienaventuranza del Reino de Dios, como veíamos la pasada semana, significa también contagiarse de la luz: si en Jesús, hijo de Dios, nos convertimos en hijos adoptivos, y si en el bienaventurado, por ser hijo, también nosotros lo somos, y hemos de actuar en consecuencia; del mismo modo, por ser Jesús la luz del mundo (cf. Jn 8, 12), nos convertimos en luz. Pero ¿qué significa exactamente esto? ¿Podemos decir que los cristianos somos unos “iluminados”?

La palabra “iluminado” está gravada de una cierta ambigüedad. En su acepción más común habla de la persona poseída por una idea (religiosa, moral, política…) que la envuelve como una luz, pero de modo que, en cierto sentido, la aísla del resto del mundo. La “iluminación” tiene fuertes resonancias gnósticas. El gnosticismo es la doctrina que busca la salvación por el conocimiento, de modo que son pocos los elegidos que alcanzan ese nivel. El iluminado es el que ha llegado a un nivel superior de conocimiento y de conciencia, de modo que se sitúa por encima de los simples mortales, de los hombres corrientes. Otra connotación de la iluminación es el haber alcanzado un contacto directo con la divinidad, lo que desvincula al que la adquiere de las mediaciones que necesitan los demás (en forma de iglesia, mandamientos, exigencias morales y litúrgicas, etc.) Los iluminados son elegidos y segregados. También existe, desde luego, otra acepción, no sólo carente de referentes religiosos, sino incluso opuesto a ellos: la época de la Ilustración (el Illuminismo, la Aufklärung) consideraba que el hombre alcanzaba la luz gracias al uso autónomo de la razón, al progreso de las ciencias, que, según la mentalidad ilustrada, permitía al hombre prescindir de toda revelación religiosa.

Lo común de todas estas acepciones es el establecer una segregación: entre los iluminados en un sentido u otro y los que viven en la oscuridad; también, en el caso de la Ilustración, entre Dios y el hombre (como si el progreso de las ciencias gracias al uso de la razón que Dios nos ha dado fuera incompatible con la fe, es decir, con la comunicación confiada con el Autor del orden racional del mundo). También es común a las dos formas de iluminación la fuerte autoafirmación del yo (frente a los otros, ignorantes, y frente al mismo Dios).

La luz que, según dice Jesús hoy, somos como discípulos suyos, tiene poco que ver con esas formas de iluminación. Por eso, podemos decir que somos (y tenemos que ser) luz, pero no iluminados.

Que no se trata de esas formas de iluminación nos lo deja claro el Apóstol Pablo en la segunda lectura. Su predicación no consiste en una perfecta argumentación racional, ni es la introducción en ciertos saberes arcanos, que nos segregan y nos convierten en miembros de una cierta secta de elegidos. Al contrario, la predicación de Pablo tiene como referente el testimonio de alguien que está a la vista de todos, al que todos pueden ver, pues está elevado y crucificado. Ahí se manifiesta una sabiduría nueva, cierto, pero abierta a todos, como los brazos de Jesús en la cruz. La luz de la cruz de Jesucristo no nos separa, sino que, al contrario, nos ilumina abriéndonos los ojos para las necesidades y los sufrimientos de los demás; tampoco nos pone por encima de los otros, sino que nos lleva a inclinarnos hacia ellos para convertirnos en servidores suyos.

Unidos a Cristo, luz del mundo, no nos convertimos en miembros de una secta de iluminados, que se separan y miran con desprecio a los demás, sino en hermanos de todos, hermanos de nuestros hermanos, que se ponen a su servicio. Jesús habla, en efecto, de iluminar con “las buenas obras”, sin más especificaciones, tal vez no muy necesarias, si tenemos en cuenta que estas palabras suceden inmediatamente a las bienaventuranzas. Pero, pueden servirnos de complemento las palabras de Isaías, que hemos escuchado en la primera lectura: partir el pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al desnudo, no cerrarse a la propia carne. Resuenan en estas palabras las que Jesús pronuncia respecto del juicio final: son las obras por las que seremos juzgados, por las que ya nos estamos juzgando a nosotros mismos. Y si tenemos en cuenta que Jesús ha asumido nuestra carne, comprendemos que no cerrarse a la “propia” carne significa estar abierto no sólo a los de la propia familia, nación o partido, sino a todo hombre sin excepción, pues todos somos de la misma carne, que se ha convertido en carne de Cristo, que padece hambre, frío, abandono en cada hombre sufriente.

Son estas buenas obras las que constituyen la luz de la que Jesucristo nos hace partícipes, y no la de un saber arcano reservado a unos pocos iluminados. Por eso, junto a la imagen de la luz es tan necesaria de la sal. La sal es (y era especialmente en la antigüedad, y hasta no hace tanto tiempo) una sustancia vital para conservar los alimentos, para preservar la vida y evitar la podredumbre. Son las buenas obras las que van en la dirección de la vida, de su preservación e incremento. Mientras que la opresión, la amenaza, la violencia y el egoísmo la destruyen, la corroen por dentro. La sal además da sabor a los alimentos insípidos. Podemos entender esta imagen de la sal como una llamada a vivir nuestra fe con alegría.

Hay un último detalle que nos recuerda una diferencia capital entre los iluminados y la luz que somos unidos a Cristo. El iluminado considera que ha llegado a una meta, que ha alcanzado con su esfuerzo un nivel superior, normalmente por la vía del conocimiento. En las palabras de Jesús percibimos, por el contrario, una llamada a nuestra libertad, a nuestra responsabilidad. Somos luz y sal por gracia de Dios, por nuestra relación con Cristo. Pero, porque somos libres, podemos no ser fieles a esta gracia, ocultando la luz y dejando que la sal pierda su sabor. La luz que se oculta es una fe que se guarda en el fuero de la conciencia, que no se testimonia ni se anuncia, sobre todo, con las buenas obras; una sal que se hace sosa es como ser depositario del mandamiento del amor y no amar, portador de la esperanza y no comunicarla. Si no nos esforzamos en ser luz y sal con nuestras buenas obras, que hablan de nuestro Padre, nos convertimos en cristianos de boquilla, opacos, oscuros, sosos, inútiles. Y es que, como se decía en los años 70, una iglesia (un cristiano) que no sirve, no sirve para nada, sólo para tirarla fuera y que la pise la gente. Que no sea así, que alumbre nuestra luz, la luz de Cristo en nosotros, para que todos vean nuestras buenas obras y den gloria a nuestro Padre del cielo.