Humillarse para ser enaltecido. Homilía del p. José María Vegas para el domingo 30 del tiempo ordinario

Si la semana pasada Jesús se dirigía expresamente a sus discípulos, enseñándoles cómo se debe orar, en esta se dirige a “algunos” que se tienen por justos, se sienten muy seguros de sí mismos y, lo que es peor, desprecian a los demás. Esos “algunos” no hay que buscarlos lejos, podemos ser también nosotros, los propios discípulos de Jesús. Por eso, las palabras que nos dirige tenemos que acogerlas como una invitación a revisar cómo nos relacionamos con los demás, especialmente desde el punto de vista moral y religioso.

Esforzarse por ser justo no puede ser, está claro, objeto de crítica o de condena. Tampoco el tratar de alcanzar seguridad en sí mismo, así como un determinado grado de autoestima. Pero la cuestión es a dónde y a quien miramos para alcanzar esa estima y esa seguridad. Existe una tentación fácil, la que critica Jesús, que consiste en autoafirmarse por comparación con los demás. Esto tiene el peligro de que encontremos a gentes mejores que nosotros, fomentando nuestros complejos. Pero podemos dirigir nuestra mirada a aquellos que, según creemos, están en una posición de inferioridad, a los que podemos mirar por encima del hombro, de modo que para darnos precio a nosotros mismos (“apreciarnos”), realizamos la sencilla operación de considerar a otros sin precio ni valor, esto es, los despreciamos. Todos conocemos aquellos versos de Calderón en “La vida es sueño”: “cuentan de un sabio que un día tan pobre y mísero estaba, que sólo se sustentaba de unas hierbas que cogía. ¿Habrá otro, entre sí decía, más pobre y triste que yo?; y cuando el rostro volvió halló la respuesta, viendo que otro sabio iba cogiendo las hierbas que él arrojó.” En ocasiones comprobar que otros están peor que uno (en lo tocante a salud, situación económica, etc.) puede servir de consuelo y ayudar a valorar mejor lo que se tiene. Pero en nuestro caso, la comparación se refiere a cuestiones morales (¿quién es justo?) y religiosas (¿quién está justificado?), que llevan aparejadas un juicio de calidad y, en consecuencia, una desvalorización de los otros, esto es, una actitud de desprecio. De este modo, adquirimos conciencia de nuestra justicia y seguridad en nosotros a costa de los demás: siempre es posible encontrar a gentes peores que nosotros, digamos, a “malos oficiales”, que, en la parábola del evangelio, el fariseo designa expresivamente refiriéndose a categorías de comportamientos realmente reprobables (ladrones, injustos, adúlteros) y, finalmente, a un representante de una categoría social objeto del desprecio general en aquella época, “ese publicano”. Cada sociedad tiene sus malos oficiales, a veces, porque encarnan realmente comportamientos reprobables, otras, porque son objeto de prejuicios culturales, nacionales, religiosos, etc. La maldad de los otros, real o atribuida, nos ayuda a afirmarnos, a enaltecernos, a tenernos por justos y limpiar nuestra imagen, a sentirnos seguros. Tendremos nuestras cosas, claro, como todo el mundo, pero no somos que “esos otros”, peores que nosotros. Al actuar así, no caemos en la cuenta de que nuestra justicia, nuestra buena imagen y nuestra seguridad son relativas, fruto de una comparación interesada, y ficticias, porque al mirarnos en el espejo de los demás y sus reales o presuntos defectos, hemos evitado mirarnos realmente a nosotros mismos, engañándonos con ello. Basamos nuestra conciencia de justicia y nuestra seguridad en meras apariencias, que nos impiden ver nuestra propia verdad, con sus luces y sus sombras, y nos cierran a los demás (a los que “usamos” como medios para enaltecernos) y, finalmente a Dios, la fuente de nuestro verdadero valor y el único que nos justifica. El fariseo de la parábola está de pie y da gracias, pero no por los dones recibidos, sino por “no ser como los demás” y exhibe, así, sus presuntos méritos. No le debe nada a nadie, parece que hasta Dios está en deuda con él.

Jesús, con su inigualable pedagogía, presenta el fuerte contraste con la actitud del publicano. Desde un punto de vista puramente objetivo hasta podría ser verdad que este hombre era peor que el fariseo. Pero su mérito está en que no se compara con nadie, sino que se mira sólo a sí mismo, reconoce sus pecados y, elevando la mirada a Dios, implora de Él el perdón y la misericordia.

Sin embargo, no sería raro que alguien torciera el gesto ante la actitud del publicano, incluso ante la alabanza que le dirige Jesús. Toda una veta de la filosofía y la cultura contemporánea, con Feuerbach y Nietzsche a la cabeza, vería en esta escena la confirmación de que el cristianismo exige que el hombre se humille y se reconozca nada, para poder así ensalzar a Dios. Sería una religión enemiga del hombre, que fomenta una actitud servil y humillante para el ser humano. Por eso, son muchos los que declaran que, para que viva el hombre, es preciso prescindir de Dios.

Dejando a un lado lo harto discutible de esta última ecuación (pues, entre otras cosas, el hombre contemporáneo ya ha prescindido en gran medida de Dios y, pese a todos sus logros técnicos, nunca había visto tan crudo su futuro sobre el planeta), lo cierto es que en las palabras de Jesús no hay ninguna pretensión de humillar gratuitamente al hombre, sino, por el contrario, hay una gran profesión de realismo antropológico. En primer lugar, porque subraya la necesidad de que el hombre ante todo se mire a sí mismo, evitando comparaciones humillantes y despectivas para con los demás. Y si el ser humano, para alcanzar la justicia y la seguridad en sí mismo, debe abstenerse de comparaciones y mirarse sólo a sí mismo, es precisamente porque en este asunto cada uno es único e irrepetible, esto es, el valor de cada uno no puede establecerse en una escala de comparación con los demás (no se trata de un valor que cotice en bolsa), sino que reside exclusivamente en cada uno. En una palabra, la mirada crítica del publicano sobre sí mismo presupone el valor incomparable y la dignidad propia de cada uno. Esta conciencia de la propia dignidad, de manera más o menos implícita presente en todas las culturas, pero que se ha revelado plenamente en la antropología bíblica que ve al hombre como imagen de Dios, y se ha extendido gracias a la amplia difusión del cristianismo, ha alcanzado carta de ciudadanía política en las modernas sociedades occidentales y, a través de ellas, más o menos, en el mundo entero. Y hoy la palabra de Jesús nos invita a preguntarnos de nuevo, ¿de dónde proceden esa dignidad y ese valor absoluto?, ¿cómo explicarlos? Ya que algunos no quieren mirar a Dios con agradecimiento, habremos de mirarnos, de nuevo, a nosotros mismos. ¿Qué descubrimos? Si somos sinceros, no gran cosa. En el fondo, todos somos, de un modo u otro, unos pobres hombres. La tentación y la tendencia a mirar a los otros con desprecio, a esos otros que juegan el papel de “malos oficiales”, se entiende con facilidad: es una estrategia para no mirarnos directamente a nosotros mismos, porque nos cuesta enfrentarnos con nuestra propia realidad. Nuestros sentimientos, nuestros pensamientos, nuestras acciones… con mucha frecuencia no están a la altura de esa dignidad que con tanta fuerza proclamamos. No hace falta ir muy lejos a buscar chivos expiatorios, todos tenemos sombras, límites, defectos y pecados de sobra.

Decía santa Teresa de Jesús que “humildad es andar en verdad”. A esa verdad nos llama hoy Jesús. Reconociendo con sinceridad nuestros propios males, descubrimos que la dignidad que nos habita es un don que se nos ha dado. Por eso, el reconocimiento humilde de nuestra propia nada no nos hunde, sino que nos cura y levanta. Esta verdad funciona incluso psicológicamente. Cualquiera que se haya interesado mínimamente en problemas como la drogodependencia y el alcoholismo, sabe que el primer paso hacia la curación consiste en dejar de engañarse y decirse crudamente: soy un drogadicto, soy un alcohólico. En las reuniones de Alcohólicos Anónimos los participantes se presentan así: “me llamo Fulano y soy alcohólico”, aunque lleven veinte años sin probar una gota. Ese reconocimiento humilde no los hunde, sino que les ayuda a ponerse en pie y restablecer su propia dignidad. Pues bien, lo que se dice de esas formas especiales de mal, se puede y debe decir de todas las formas de mal moral que nos puedan aquejar. Sólo así somos capaces de pedir ayuda a quien nos puede levantar: en primer lugar a Dios, autor de nuestra dignidad, y del que somos imagen. Y también a los demás, que pueden encarnar el rostro humano de Dios.

La práctica de la confesión sacramental y el examen de conciencia son un estupendo ejercicio de todo lo que estamos diciendo, además de una inmensa fuente de gracia. Cuando nos miramos a nosotros mismos con realismo y reconocemos nuestro propio mal sobre el fondo de nuestro verdadero valor, aprendemos a mirar a Dios y a los demás con ojos nuevos. A Dios con agradecimiento; a los demás con misericordia. Y así nos vamos haciendo justos, esto es, nos vamos justificando: justos con Dios, fuente y origen de todo valor, al que agradecemos sus dones y pedimos que nos perdone y levante cuando no estamos a la altura; y justos con los demás, a los que aprendemos a no despreciar, y también a no envidiar, pues descubrimos que en cada uno reside en valor exclusivo y único, una riqueza propia, que también me enriquece a mí.

De hecho, la esencia del amor cristiano no privilegia la preferencia hacia los pobres y desgraciados porque considere que esas posiciones sean deseables por sí mismas, sino porque descubre en los prostrados por el sufrimiento, la pobreza o la injusticia una dignidad contra la que estas situaciones atentan; el amor cristiano se inclina sin temor con la intención de levantar al que se encuentra en una situación humillante. Y así ayuda a que cada uno pueda llegar a ser sí mismo y realizar su misión en la vida.

Concluyendo, la Palabra de Dios nos llama hoy a mirarnos a nosotros mismos con realismo, a descubrir y reconocer nuestra pobreza, a implorar de Dios su misericordia (una buena ocasión para acercarse al sacramento de la reconciliación), para así quedar justificados, esto es, hechos justos y, por eso mismo, ajustados en nuestro quicio vital, más plenamente nosotros mismos. Así podremos realizar mejor la misión que la vida, nuestras propias decisiones y, en último término, Dios nos han confiado para bien nuestro y de los demás. Así nos lo enseña la carta a Timoteo, que no es una profesión de orgullo consumado, sino el reconocimiento de que la obra buena que Dios inició en él, el mismo Dios la lleva a término. Y ese término, lo dice también Jesús en el evangelio, y da de ello testimonio Pablo, no es la humillación sino el enaltecimiento del hombre en la plena comunión con Dios.

José María Vegas, C.M.F.